top of page
EXCOMBATIENTES-03.png

¿El tiempo no lo cura todo?

​“Yo miraba ese colectivo tan bonito (la guerrilla) y veía cómo ayudaban a los campesinos. Yo veía cómo la guerrilla mataba una vaca y llamaban al pueblo para que llegaran y pudieran comer. Les guardo mucho sentimiento”, cuenta Wilmer Vargas, con acento paisa arrastrado, un excombatiente de las FARC de 46 años que hoy trabaja en la cervecería La Roja para sobrevivir. 

Vargas llegó a las armas y a enlistarse en las filas de la guerrilla en el año 1998. Antes de eso, ya había tenido experiencia con el Ejército Nacional de Colombia en el servicio militar. “Cuando llegué a la adolescencia pensé que irme a prestar servicio, era lo mejor y me fui para el Ejército. Me equivoqué, fue lo peor”, a los 18 meses de haber estado allí recibió su libreta militar y decidió irse a probar suerte en el departamento del Guaviare. Por falta de oportunidades, y tras llevar años viviendo en la pobreza extrema, se fue a raspar coca, lo más usual en esa época. Pese a que muchos le dijeron que esa era otra mala decisión porque era territorio manejado por la guerrilla y lo podrían matar, sus ganas de surgir pudieron más que las advertencias. Contra todo pronóstico llegó a Calamar, un pueblo con menos de 10.000 habitantes que viven de la agricultura, la ganadería y la coca.

 

La primera impresión de Wilmer fue que era un pueblo marcado por el combate entre  militares y guerrilla. Dice él que las FARC es una organización diferente a la que pintan en los medios de comunicación: “cuando empecé a relacionarme con la guerrilla quedé sorprendido. No tiene comparación con el Ejército ¿Estos son los terroristas, los criminales? ¡Qué chévere, gente amable y educada! Me sorprendió tanto, me simpatizó mucho”. El Ejército era una organización distinta y menos humana. Cuenta que un día llegó un coronel, alguien de alto rango, con una gaseosa en la mano, se sentó bajo la sombra y les dijo: “hasta que yo sude ustedes dejen de correr”; les pidió algo básicamente imposible. Muchos de sus compañeros se desmayaron ese día. 

 

Él fue conociendo una parte de la guerrilla que pocos ven, de hecho, está orgulloso de haber sido guerrillero, pero reconoce que una de las partes más fuertes son los enfrentamientos. Los bombardeos lo marcaron y le dejaron secuelas. Usualmente los atacaban en la madrugada, a esas horas en las que la luz apenas podía colarse tímida entre la la selva espesa. Recuerda que un día, a las dos de la madrugada, los despertó el ruido de los helicópteros y la explosión de las bombas casi en el oído. Esa noche murieron 32 de sus compañeros. “Pueden pasar los años o llegar uno a viejito y recordar esos tristes momentos en los que no sabemos por qué tantos colombianos pierden la vida sin la oportunidad de luchar. Es un método muy inhumano y criminal llegar a matar a unas personas así”. 

 

Después de la firma del Acuerdo de Paz el 26 de septiembre de 2016, Wilmar y algunos de sus compañeros arribaron a la capital colombiana. Llegaron con más incertidumbres que respuestas y certezas. En ese entonces él vivía cerca del Aeropuerto el Dorado, en una habitación, y dormir se convirtió en otra lucha que pensó que nunca iba a batallar. Tan pronto como él escuchaba el sonido de un avión pasando, se levantaba y buscaba una trinchera para protegerse.

 

“Duré mucho tiempo para acostumbrarme, yo no pensaba que estaba en Bogotá”, de hecho, afirma que en lo que le queda de vida no podrá acostumbrarse a una vida diferente a la de la guerra. 

​

​

Cuando vivía en los campamentos de la guerrilla llevaba una rutina específica que no cambiaba. Eso sí, si el combate era intenso era necesario tomar medidas urgentes. Normalmente se levantaban a las cuatro de la mañana, tomaban tinto a las cinco y se ponían a estudiar el contexto colombiano y Latinoamericano enfocado en los conflictos sociales. Eso le hace falta, y más que eso su familia -como él la llama-: “uno extraña sobre todo esa familia. La familia que en algún momento nos obligó a dejar y nos tocó reemplazar. Esa comunidad, ese colectivo, lo extrañamos mucho. También uno extraña la rutina diaria, hace falta por más duro que parezca. Regresar a ser parte de la sociedad civil con más de dos décadas en la guerra es muy duro”.

​

Perdió un ojo en combate cuando una bala atravesó una pared de madera, fue perseguido y perfilado por las autoridades, fue amenazado, casi muere en un bombardeo, pero eso no le impidió dejar este grupo armado. Para él es más sencillo vivir en la guerra que vivir en Bogotá porque se tiene que acostumbrar a nuevas normas y a la estigmatización que recibe de muchos ciudadanos cuando se enteran de que es un excombatiente. “A muchos de mis compañeros los han matado después de dejar la guerra o les tocó volver a las filas de las incidencias (disidencias) porque no hay oportunidad de surgir. Muchas personas que se regresaron a la guerra no fue por gusto. Se regresaron pá allá porque les tocó, porque aquí se encuentran con la muerte. Nos pueden asesinar y uno quiere vivir”. 

 

Afirma que vive con la zozobra constante de pensar si algún día lo van a asesinar, pero que hace parte del proceso y que ya ha ido superando muchos miedos, dice no tener traumas. 

 

Diana Pérez, psicóloga de la JEP, afirma que “cada víctima es diferente, depende de su manera de enfrentar estas situaciones. No todos reaccionan de la misma manera. Pudieron haber estado en la misma guerra, haber pasado por las mismas circunstancias y generar o no traumas”, que fue lo que pasó con Wilmer. 

 

Dice, entre risas, que si bien la guerra no le dejó ningún trauma, volver a la vida civil sí le podría generar uno. En los últimos años no ha recibido la ayuda del Estado. Los acuerdos de paz se construyeron sobre la base del bienestar para todo el pueblo y si esos acuerdos se cumplieran Colombia sería un país perfecto. Lo único con lo que han cumplido ha sido con el subsidio de $800.000 “que no alcanza para mucho”. De resto, no tiene continuidad de sus estudios, ni salud, ni tierra y esas eran unas de sus principales motivaciones para salir de la guerra. 

 

Él es solo una muestra de cómo es la situación de los excombatientes en el país y básicamente de las víctimas del conflicto armado -un conflicto del que él hizo parte-. Hernando Henao, víctima de la guerra en el país, afirma que “ no hay cosa más terrible que el miedo” y que la fuerza que lo ayuda a seguir en pie es una que sobrepasa todo lo que es. Al igual que él, Wilmer le pide a sus dioses que le den tranquilidad por medio del perdón -el de sus tantas víctimas-. 

 

Aunque hasta ahora se ha hablado de una perspectiva buena de la guerrilla, hay otra que es evidente y son las versiones de las víctimas. Según un informe del Centro de Memoria Histórica, la guerra ha provocado la muerte de 262.917 personas y solo la guerrilla ha perpetuado 80.514 desapariciones, 15.687 víctimas de violencia sexual y 37.094 secuestros. Hernando Henao, no ha sido víctima solamente de las Farc, sino que ha sido víctima de grupos paramilitares y de las Fuerzas Armadas. 


Pueblos enteros han vivido con el miedo de salir de sus casas y nunca más volver. Por ejemplo, un municipio llamado San Carlos cerca a la ciudad de Medellín ha vivido tantas masacres que estuvo a punto de desaparecer. El  21 de marzo de 2002, en ese mismo lugar, las Farc atentaron contra una ambulancia que circulaba por el lugar haciendo rondas.

 

Wilmer dijo que cuando los mandaban a hacer un trabajo, no asesinaba a nadie si no tenía una razón, pero dentro de este ataque murieron cinco personas y dos de ellas eran padre e hija -no había razón-. 

​

​

Muchas de las víctimas no saben por qué viven en un conflicto del que no pidieron ser parte, no saben por qué les arrebataron a sus familiares y no saben por qué tuvieron que desplazarse a las grandes ciudades. En el caso de Hernando, su familia fue asesinada por equivocación y solo hasta ese momento, en el que supo el por qué, sintió cómo se le quitaba un peso de encima. La verdad es muchas veces lo que necesita una víctima para sanar las heridas de la guerra. Saber qué pasó, dónde están sus familiares o simplemente una razón es la prioridad. Estos dolores que son tan diferentes en cada persona, que se evidencian de maneras inexplicables  y que duelen en lo más profundo de sus corazones, continúan, por ahí dicen que el tiempo lo cura todo, pero tal vez ni sanen con los años. 

​

*El nombre del protagonista ha sido cambiado por petición y razones de seguridad

bottom of page