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La Guerra Invisible

La selva espesa hervía bajo los pies de los oficiales. El sol inclemente era cubierto por las copas de los árboles que no dejaban circular el aire, lo que hacía aún más insoportable la temperatura. Las gotas de sudor rodaban de la frente al mentón y las mejillas. La única toalla disponible era el dorso de la mano, el resto de su cuerpo permanecía húmedo por la tensión y el desconcierto de la situación.

Cada paso era crucial. Unos árboles más atrás con unas marcas extrañas en sus troncos ya daban indicios de que algo no estaba bien. Estalló. Salió expulsado, dio una vuelta en el aire y cayó inmóvil entre las hojas que yacían en el suelo de ese territorio desconocido. Era uno de los cinco oficiales que acompañaban el operativo, y ahora estaba tendido en el piso siendo auxiliado por sus compañeros de contienda. La sangre se juntaba con la tierra y los gritos de dolor y sufrimiento se combinaban con los cantos naturales del ambiente. Fue en ese momento en el que la vida y el cuerpo de aquel soldado se partieron en dos.

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Ver el cuerpo abierto de un compañero luego de caer en una mina antipersona es una de esas imágenes que permanecen para siempre. Es improbable que se borren. A Ángel Manrique, uno de los oficiales del grupo, todavía lo acompañan, pero con el paso del tiempo han dejado de atormentarle. Entre los campos aún se escuchan los gritos y las explosiones que provocó la guerra en el país, el dolor de la gente y de la tierra. Numerosas historias han quedado atrapadas entre la vegetación de un espeso y anciano bosque cuyos árboles contienen heridas. Tallos marcados por el roce de una bala, la sangre que aún no seca y los gritos que, tantos años después, todavía resuenan.

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La historia del conflicto armado en Colombia es conocida por muchos. Se enseña ligeramente en las escuelas, siendo demasiado cuidadoso de no entrar en detalles porque eso significaría generar traumas en la infancia de niños inocentes –y sí, privilegiados–. Para ser capaces de imaginar lo que viven otros tantos en los montes, huyendo de sus casas, desentendiendo la pesadilla, también se enseña en los espacios públicos, aunque a menudo se pierde el rumbo y no se termina aprendiendo nada. Se enseña en los libros de historia, que son más precisos que los medios, para los que toda experiencia individual hace parte de una gran cifra. Se enseña desde la lejanía, donde casi no hay árboles ni bosques espesos, donde un niño de cuatro años no tiene que salir huyendo de su casa mientras su padre camina tan rápido que termina por arrastrarlo ante su incapacidad para seguirle el paso. 

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Pero esa sí fue la niñez de Hernando Henao, quien escapando de las guerrillas partidistas desmintió el miedo que produce el monstruo bajo la cama o la sombra que brinca detrás de la puerta al apagar la luz. Todo eso se quedaba corto comparado con el horror de una violencia muy real. Ahí acabó la fantasía y murió la belleza del bosque. Terminó su infancia sin siquiera comenzar.

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Pero estas son solo dos historias de entre las cuatro millones de vidas que tuvieron que cerrar la puerta para nunca volver. Es en la tierra que fue abandonada a la fuerza donde permanecen olvidados los sueños y las esperanzas, donde quedan marcas visibles que recuerdan a los heridos, a los muertos y a las vidas que pasaron por allí. Sin embargo, hay otras señales de la guerra que permanecen en lo intangible, en las mentes de aquellos que la padecieron, las víctimas. Un conflicto que sigue vivo dentro de tantos que, aún habiendo sobrevivido a la guerra, continúan atrapados en las heridas invisibles. Sus traumas psicológicos. Esos que se reflejan una vez fuera del desconcierto que producen estas situaciones y del modo de resistencia que reina para proteger la vida y lo que más se ama. La psicóloga de la JEP, Diana Pérez, afirma que:

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“No hay un tiempo determinado para los traumas. El

cuerpo enmascara los síntomas por un tiempo debido

al alto nivel de estrés, generando estrategias de supervivencia. Una vez pasa este período son

evidentes estas sintomatologías”.

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El conflicto genera situaciones que dadas sus dimensiones terminan por desbordar a sus protagonistas, generando traumas y trastornos que afectan la salud mental. Patologías desatendidas por el Estado que acaban por convertirse en un problema de salud pública silenciado y enviado al rincón de los problemas y daños colaterales. Los afectados terminan, paradójicamente, siendo víctimas de la burocracia en medio de sus intentos por evitar que los trastornos, provocados por una guerra indeseada, no los acompañen de por vida. No es en vano entonces que, como dice Hernando: “Cuando se pierde la tranquilidad y la paz es muy difícil volver a conseguirla”.

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Pero la paz se convierte más bien en un ideal deseado por aquellos combatientes, niños, hombres y mujeres a quienes las armas les arrebataron el descanso y la sanidad. Ellos son los testigos que narran los libros de historia, de ellos son las palabras impregnadas de tanto dolor que contagian a cualquier lector, precisamente por la realidad depositada en una serie de vivencias que parecen fantasías de la más cruel invención. La tragedia nunca deja de sorprender, pero en el diálogo con las víctimas, cuando se piensa que se ha llegado al límite y se ha hablado lo imposible como para ser capaz de encontrar una historia más traumatizante y desgarradora, aparecen otras cien que la superan en gran magnitud. 

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“El dolor siempre queda presente”, cuenta Elizabeth Mestre, una víctima cuyo marido fue asesinado por los paramilitares. “Un hijo, el menor, lo esperó hasta los 15 años para que volviera. Cada uno tuvo su trauma personal con respecto al evento. Después del hecho yo seguí trabajando, era mi fuerza y mi motor, pero al comienzo me sentía muy desesperada y pensaba en morir”. 

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En el caso de esta mujer el sufrimiento comenzó incluso antes del suceso. Surgió inesperadamente como un sentimiento que nace desde la raíz –adentro, en lo profundo–, la tristeza expresada en un llanto sin motivo que invadió a Elizabeth al bajar de su auto. Esa fue la última vez que vería al padre de sus hijos. Días más tarde fue asesinado en Gachetá junto a un grupo de 50 personas, todas fusiladas.

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“Como yo lo amé a él nunca volví a amar

a alguien”. 

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Son tantos los relatos que están cobijados bajo una capa roja que los ha cubierto por más de 50 años, que no pueden ser contados como situaciones aisladas o desarticuladas. Las vivencias de un oficial, un niño, una esposa y un excombatiente se encuentran hiladas por el conflicto y sus secuelas. La magnitud de los hechos a lo largo y ancho del país ha sido demasiado grande y profunda, de ahí que el Centro de Memoria Histórica asegure que la afectación psicológica más desarrollada por la población mayor de 18 años que ha padecido el conflicto sea el Trastorno por Estrés Postraumático. Uno que se va sumando a la larga lista de síntomas que padecen las víctimas entre las que se encuentran la ansiedad, la depresión, el miedo excesivo, los problemas de sueño y la desesperanza, entre tantos otros. 

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Estos dolores que trascienden lo físico, que rompen y desgarran el alma, muchas veces no se marchan, sino que continúan atados a los recuerdos de las personas que alguna vez fueron amadas y partieron demasiado pronto. Mientras, los trastornos y episodios psicológicos se desatan producto de esas memorias que no pertenecen a extraños, conocidos o personas pasajeras en la vida, sino a los padres, hermanos, hijos, abuelos, esposos y a ellos mismos. El tiempo se transforma en la única salida para apaciguar el dolor y esos recuerdos que retumban diariamente como si no hubiese transcurrido siquiera un día. 

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